Posted in Alameda, Lolbé González Arceo

El verano es mío

Imagen de Foundry Co en Pixabay

Una cosa es mirar por la ventana de la oficina pensando “ojalá” y otra muy distinta es arrancar el auto rumbo a la playa. Salir sin ruido. Manejar en dirección contraria a los jefes. Poner atención al escándalo del viento en el oído, las partes de una casa trasladándose a otro lugar. Crema de coco, comida flotando en una nevera, el cabello un revoltijo de rastas de sal.

Cuando ya nos habíamos aburrido de hacer nada, la sugerencia (en ese momento del año no había órdenes) era salir a playar. Poner la playa en acto. Caminar a la orilla del mar y observar el deslave de la huella en la arena. Algo así como sacudir la pantalla del pizarrón mágico. Puedes empezar de nuevo cada vez. Era lícito pasar horas en la hamaca, leer cualquier cosa, comer según el antojo. Comprometerse con el propio deseo.

Una golondrina no hace verano pero este sol tampoco. Por eso es necesario o urgente parar de suspirar frente a la ventana. Fabricarme una playa personal. No importa tanto si falta el mar o la arena. Mientras que todas las demás cosas sí estén, el verano es mío.

Lolbé González Arceo

Posted in 8 de marzo. Día Internacional de la Mujer

En el principio

en el principio fue ella

y su voz y su grito

fueron únicos: el parto primigenio, el dolor y la sangre

la sangre y lo de-más

el verbo más verbo que se haya conocido

en el principio fue ella

y la cuna y el regazo y la mirada perdida y la voz

siempre la voz

de lo que habría de ser

la posteridad y la sepultura

el pan de cada día

después también fue ella:

la compañera de juegos y canciones

la cruel en el regaño y en la lágrima

                porque ella sabía

y en el adiós

ese adiós inquebrantable que cuánto sabe

después siguió siendo ella:

en la mano amiga             en la complicidad amiga

en el abrazo que sólo conoce el idioma de las reconciliaciones

y el de los dolores compartidos

el que no juzga ni nombra                                                                                                                                

si no es para sanarnos

hoy        al final   al final del final de los tiempos

también sigue siendo ella:

la que grita la que acuna la que abraza la que ríe

la que ama

en el principio y al final de toda vida

de toda lucha

de todo posible sentido

ella.

Karla Marrufo Huchím

Las mujeres de su vida

“Hay una caballerosidad femenina, de mujer a mujer, que es tan fuerte

como cualquier otro lazo”.

Doris Lessing

Sofía salió del juzgado con su recuperada soltería como estado civil oficial después de cinco años de su separación. Sonrió. Le vinieron a la mente, como si fueran los cortos de una película, muchos de los momentos vividos en ese tiempo. Recordó cuando él se fue de su casa. Se había imaginado que, excepto por el día en que les dieron la noticia a sus hijos, ese sería uno de los más difíciles. No lo fue. Los niños estaban en la escuela. Mientras él empacaba sus pertenencias, Sofía se consolaba con sus amigas en un improvisado desayuno organizado para evitar ser testigo del portazo que pondría fin a su matrimonio. Llevaba dos paquetes de pañuelos desechables en la bolsa, que quedaron intactos. No se explicaba cómo le hicieron, pero no solo se la pasó mejor de lo esperado, sino que sus amigas hasta lograron provocarle algunas risas. Los abrazos y palabras de aliento le devolvieron, aunque momentáneamente, la confianza perdida en que podría afrontar los días venideros que veía tan nebulosos. Ella, que siempre se jactó de ser una mujer independiente y fuerte, se percibía como una niña asustada que no sería capaz de dar la contención necesaria a unos seres aún más pequeños de lo que se percibía a sí misma. Un sentimiento parecido al que la invadió al ser mamá por primera vez y quedarse sola en casa con su bebé. Le aterraba no poder cuidarla. El apoyo de su mamá, que le llevaba comida preparada; la presencia constante de su hermana, acompañándola y escuchando pacientemente sus quejas y temores, así como las vistas de sus amigas hicieron sus días de post parto bastante llevaderos.

Pasaron sucesivamente diversas imágenes. Momentos de su vida, unos importantes, otros intrascendentes, en los que en la mayoría había estado acompañada -ya físicamente, ya con una llamada o a través de un mensaje-. La presencia de esas mujeres es constante. De edades variopintas, pertenecientes a su familia, a diversos grupos de amigas: del colegio, del trabajo, de la escuela de los niños. Con algunas comparte risas, preocupaciones, diversión; con otras tiene pláticas en las que arreglan el mundo; se cuentan secretos, se acompañan; se hacen favores; discuten, pero sobre todo se hacen la vida mejor unas a otras.

En estos tiempos en que su vida se parece a la de una equilibrista, atendiendo varias pistas al mismo tiempo, Sofía sonríe agradecida porque sabe que si se resbala, el golpe no será mortal. El apoyo, cariño y empatía que le proporcionan sus mujeres son la red más sólida que puede tener.

Viviana Perezgrovas

Amigas que salvan

A los 21 años tuve un knockout existencial. Lo único que sabía entonces era que mi vida, tal como la conocía, había terminado. Me levantaba para comer un yogurt y una manzana, tal vez a la una de la tarde. Regresaba a la cama y agradecía tener fuerzas para volver a dormir. Cuando se acababan los yogurts y las manzanas, ir a la tienda de la esquina a resurtirme era agotador. No sé si duré así unos días, semanas o meses. Sólo recuerdo que me sentía cosida a la cama y a mi almohada.  Retomo ese recuerdo, no para enumerar lo que me llevó a estar en ese estado, sino para agradecer que existiera Amabel, una amiga-hermana que me tuvo en su radar. En una llamada de saludo, detectó que no estaba bien. Amabel me llevó a trabajar con ella al negocio que tenía en la zona más profunda del centro de la ciudad de México. Era un comedor que atendía a comerciantes de la zona. Recuerdo no tener voluntad ni deseo de hacer nada, pero como ella decía que tenía que ayudarla, lo hice. Obviamente, la que me estaba ayudando era ella. Ese trabajo fue el inicio del resto de mi vida. Entre la preparación de quesadillas y jugos; la tarea repetitiva de preguntarle a los comensales ¿qué desea ordenar?; los premios que nos dábamos después de una jornada de atención, sentadas en su restaurante, tomando café y comiendo mucho helado de vainilla o chocolate y la exposición cotidiana a su increíble risa y vitalidad fuera de serie, me fui curando. Cuando me di cuenta, me levantaba todos los días, me bañaba y arreglaba para ir al trabajo y comía tres veces al día. Me dio un regalo invaluable. Estaba lista para lo siguiente, reinventarme. A veces, la diferencia entre la vida y la no vida es contar con una amiga que te quiere, te conoce, se preocupa por cómo estás y te inventa motivos para levantarte de la cama en lo que encuentras los motivos propios. Lo mejor que se le puede desear a alguien, además de la salud física y mental, es tener en su vida el regalo de la amistad. Gracias, Amabella de mi corazón, por tanto.

  Mónica Flores Lobato

Me acuerdo

Recuerdo que en la preparatoria me organicé con las amigas que me adoptaron para que cada una de nosotras llevara comida para las demás.

Me acuerdo de que mi madre nos costuraba los trajes de fin de curso.

Me acuerdo de esa chica que conocí en los cursos preparatorios de la universidad que luego me llamó llorando para contarme lo que le había pasado. Que fue así como quedó oficialmente inaugurada nuestra amistad.

Me acuerdo de mi abuela cortando fruta para todos nosotros después del almuerzo.

Me acuerdo de la que me dijo “no tienes por qué hacerle ningún caso a esos tipos”.

Me acuerdo de Noemí que me daba manzanita sol cuando me enfermaba de la panza.

Me acuerdo de la que me propuso salir a comer una pizza cuando yo era nueva en la ciudad.

Me acuerdo de la que por años me oyó contarle la misma historia y me obsequió su silencio para que yo pudiera escucharme. Amiga, ya me oí fuerte y claro.

Me acuerdo de la que me dijo ¿y por qué no? ¿quién te lo impide?

Me acuerdo del alivio que sentí de que mi hermana tuviera una novia y no un novio.

Me acuerdo de la que me dijo: mi amiga está organizando un blog ¿te gustaría escribir ahí?

Lolbé González Arceo

Queridas niñas

Querida G: Tu idea de que tomar cerveza Tecate limpia los pulmones para no contraer COVID la voy a tomar por conveniencia. Ahora sé que la azul mata menos los virus que la roja pero que las dos funcionan. Quedó claro que no debes de beber. Pero la idea la tomaré uno que otro fin de semana.

Querida A: Trato de copiar la energía que tienes para todas las actividades que haces. Danza, piano, pintura, gimnasia, escuela. Solo son por gusto, lo sé. Y déjame decirte que no, todavía no lo logro. Trato de copiar tu perseverancia, pero a veces me rindo.

Querida S: Ayer pinté con la misma emoción con la que pintas tú, y tratándote de imitar mucho más, también repetí: me encanta pintar. Lo dije solo una vez y casi en murmullo. Sé que no se compara con las 20 veces que lo repites en una clase de dos horas.

Querida X: ¿Cómo le haces para decir no? sin titubear y tan fácilmente.

Querida M: Te recuerdo de vez en cuando. Con el paso del tiempo te has convertido en un suspiro que brota en la nostalgia cada que paso por esa escuela. Desde que desapareciste y solo encontraron tu carro abandonado sigues en mi mente. La ausencia se mantiene como humo impregnado en la ropa de un fumador al que se le va la vida a soplidos.

Querida A: Jamás falto a mis clases porque sé que, para algunos, igual a ti, el salón de clases es un refugio en una guerra que permanece en casa.

Querida L: Sé que tu papá está en la cárcel, y en casos así; una se queda sin palabras. Una quiere voltear a otro lado y cambiar la conversación porque la realidad una es muy cobarde.

Querida K: Recuerdo cuando gritaste que la maestra quitaba el hipo con abrazos. Todos los niños querían que les diera hipo para comprobar que eso era verdad. Recibí muchos abrazos ese día y por eso, jamás pensé en quitarte esa idea de la cabeza.

Querida F: Te veo triste sentada en el banco fingiendo que me pones atención. Se que quieres hablar, pero la mugrosa adolescencia hace que las palabras se queden enredadas en la cabeza como estambre viejo. Háblame de tu g de tu gato, a los gatos les gusta el estambre. Y con suerte las dos aprendemos a tejer.

Asenat Velázquez

Tejedoras

Todos los sábados, desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde, se juntan doce mujeres en la sala de una de ellas a tejer suéteres, bufandas y cobijas. O eso dicen. Lo que parece un inocente club de tejido es una maraña bastante más complicada.

Que no les confunda el hecho de que las edades combinadas de nuestras protagonistas lleguen casi al redondo número mil. La edad no las limita, al contrario, es necesaria para alcanzar el más alto nivel de la organización. En este caso estamos frente a un grupo de élite.

Hay una agente de China, que jamás ha querido dar su nombre verdadero y lo único que consume es agua embotellada.  También una experta en inteligencia militar con lazos con el ejército, un par de genias financieras, una transportista de Panamá con afición a la práctica del baile, que realiza por lo menos seis horas al día, para mantener la condición física. Todas menos una, cocinan increíblemente. Comen también, mientras planean y organizan la forma, las ramificaciones exactas de su proyecto conjunto. Su misión es tender puentes, de estambre, sí, pero puentes, al fin y al cabo.

Ninguna se llama Penélope, ni Ariadna. El tejido no es tiempo pospuesto, ni ruta de llegada. Sino ambas cosas. Mientras se muevan las agujas de tejer, se mueven las del reloj y nos movemos todas en un continuo eterno en el tiempo y en el espacio que va anudando unas vidas a otras, protegiéndolas, abrigándolas.

Cada sábado hasta el fin de los tiempos doce mujeres pasan de las diez de la mañana hasta las dos de la tarde, sentadas en esa sala, urdiendo el destino, combinando colores y longitudes para darle un nuevo color, una nueva historia al mundo.

Catalina Kühne Peimbert

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Crocodylidae

Piénsalo dos veces. De hacerlo una sola vez es posible que omitas algunos detalles. El dobladillo a punto de descosturarse, la fragilidad del metal carcomido por el agua de lluvia, la esquirla de vidrio insistiendo a cada paso sobre la piel del talón. Espero que esta historia me sirva. Cruzo los dedos, toco madera y doy una vuelta alrededor de la mesa.

Dejemos algo claro, este camino no es miel sobre hojuelas. Yo despierto unos segundos antes de abrir los ojos y muevo el brazo para averiguar dónde me encuentro y si el cocodrilo a mi lado está vivo o no. Piénsalo dos veces, se trata de un gran riesgo. Dientes estalactita afilada. La mordedura más poderosa del reino animal.

Los cocodrilos son expertos en el montaje de la muerte. Es probable que con eso compensen la pesadez para desplazarse, la incapacidad para masticar. Su falsa catatonia –esa quietud estratégica– es una sofisticada metodología de caza.  Pero decía que extiendo la mano solo un poco. Nada más lo suficiente como para asegurarme de que podré retirarla al contacto con la primera escama. Se llama medir el peligro. El muñón que ocupa el lugar donde solía ubicarse mi dedo anular es un recordatorio eficiente.

Piénsalo dos veces. Es posible que hayamos llegado a este pantano guiados por un mapa impreciso. Por un mapa que valía nada más como souvenir o adorno, nunca como objeto funcional ¿Lo dibujaste tú? Ya he dicho antes que temo a las respuestas. Por eso elaboro preguntas, pero no hay forma de que te permita contestar.

Taquicardia. Temblor de manos. Piénsalo dos veces: la euforia y el miedo no presentan diferencias a nivel fisiológico, ¿cómo sabremos nombrar el gozo?

 

Lolbé González Arceo

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Sábila y otras cosas

Las había en todos los corredores de la casa grande en la que jugábamos a las escondidas o a la pelota. Estela cortaba una penca cada vez que alguno de nosotros se lastimaba. Entonces sábila y dolor. El herido era colocado en una silla, todos observábamos. Ella iba a la cocina por un cuchillo de mango flojo a causa de un tornillo bailarín. Salía de ahí como quien se dirige a llevar a cabo un sacrificio.

La veíamos regresar con su sabiduría de penca. Todos alrededor. La planta parecía obedecerla: curarás a este niño. Adentro, un verde alivio de baba fresca. Aloe y fe. Todos observando el procedimiento, como en una plegaria.

Muchos años después corté una botella de plástico a modo de maceta y coloqué adentro una de las sábilas del jardín, una pequeña. Iba a ser un regalo  de amistad y luego uno de despedida. Dejé el presunto regalo en un rincón del jardín y procuré olvidarme de él, hasta una tarde en la que lo encontré de nuevo. La sábila había crecido y su deformidad desbordaba por completo los límites del recipiente. La presencia del pulpo vegetal me recordó una intención y su equivalente equívoco. Una imagen que no le deseo a nadie. Cavé un hueco en la tierra y pedí disculpas.

Después de la curación una advertencia: la sábila al secarse deja en la ropa una mancha muy parecida a la de la sangre. Entonces sábila y evidencia. No es fácil retirarla. Por mucho que talles la ropa con jabón en hojuelas y agua de detergente. Por mucho que la dejes a merced del sol.

Nos lo decía cada vez, como si nunca antes, paso indispensable del ritual. Luego nadie podrá distinguir, decía, si la huella rojiza corresponde a la resina o a otra cosa. Si la herida obtuvo consuelo en el verde luminoso del aloe o si sigue trazando una ruta a gotas por alguna parte de la ciudad.

Luego nos dejaba tocar un hundimiento del hueso en su pierna izquierda. Después de la advertencia un recordatorio: toda herida acaba por cerrar. Sábila y alivio. Incluso las heridas que –sábila y nunca quise– ocasionamos en la piel de los otros, jugando o no.

 

Lolbé González Arceo

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Los que esperan

No hagamos nada. Es lo más prudente.
Samuel Beckett

 

Se les puede encontrar en casi cualquier sitio porque el hábitat en ellos es una condición interior y poco tiene que ver con el clima.

Los que esperan son seres siempre a punto del tránsito: velocidad vegetal

dinamismo pétreo.

Los que esperan saben que el momento propicio llegará pronto. Pero pronto no es el nombre de un día de la semana ni está registrado en el santoral del calendario. No se puede calcular su ubicación, así como no pueden distinguirse los dígitos en el reloj de un sueño.

Desde la cabina [de sonido o de vuelo] alguien les lanza un bufido exasperado, pero los que esperan, aunque quisieran complacer, traen los pies cargados de precaución. Se reservan el movimiento para el instante propicio.

Presienten que más vale estar preparados porque no se sabe el día ni la hora. Deshacen la maleta. Elaboran listas. Acomodan todo de nuevo.

Las cosas les salen al revés, se equivocan tanto que en soledad elaboran conjuros contra el paso del tiempo porque temen en la misma medida en la que esperan.

Cuando se cansan de sí mismos, porque se cansan, cambian de posición el cuerpo o trasladan el peso de un pie a otro, siempre teniendo cuidado de no abandonar su isla.

Los que esperan dan lo que pueden: vuelcan todo. Reconocen la coincidencia como una improbable posibilidad del tránsito y nunca como un estado a perpetuidad. Creen en el engranaje del instante, así como otros creen en la resurrección o en el verde de los semáforos.

Sabiendo que un día han de irse, planean viajes sin fecha fija y se tranquilizan palpando el boleto a través del bolsillo del pantalón.

 

Lolbé González Arceo

 

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Ritual

Algo ajeno a mí debe ocurrir
entre la almohada y mi pelo
por la noche
cada noche
¿son los sueños?

es el nido de un ave extraña sobre la cabeza
el desastre de la penumbra sobre la cabeza

contemplo:
un pájaro ha hecho su hogar
justo encima de mis hombros
y yo procedo inconsciente
a destruir el refugio

introduzco un peine
atravieso con los dedos
separo una parte
miro el desorden

he encontrado hojas secas,
espinos de una playa de la infancia
y una serie de notas que dicen «no»
sin que yo pueda recordar
a qué quería negarme
o quien me negó qué

si yo fuera millonaria
podría pagarle a alguien
para que me cepillara el cabello

si fuera una niña
podría llamar a mi madre
y hacerle una solicitud
entregándole el peine

pero soy una señora
con tres trabajos
y sólo tengo esta imagen
—subordinada y subordinante—
con patas de gallo y labios resecos
que me mira con gravedad
y me recuerda que se hace tarde.

Lolbé González Arceo

 

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Lo que viene siendo

Lo que viene siendo carece, por naturaleza, de la jovialidad de lo que simplemente es o de la esperanza de lo que será.

Ya no trae los pies ampollados propios de la novedad, sino que carga con unos juanetes en formación. Porque ahí, donde antes dolía, la carne se ha vuelto un poco dura quizá a manera de recordatorio.

Lo que viene siendo se desenrolla de la madeja y sorprende. Viene de ignoro dónde y no soy capaz de adivinar cuándo mutará su condición.

Cuando un hombre joven toca a mi puerta y me ofrece lo que viene siendo un concentrado de horchata, pienso, por unos instantes, en los granos de arroz mudándose a una naturaleza de polvo, en su unión con la almendra, en la canela anexándose a este improbable conjunto.

Lo que viene siendo es, sí, pero carga con un pasado considerable que, sin adquirir compromiso con el siempre, puede experimentarse como una eternidad: lo que viene siendo la espera, lo que viene siendo la cicatrización.

No obstante, lo que viene siendo, por fortuna, también encierra un enigma de futuro, ¿continuará siendo? Nunca se sabe y en ocasiones yo espero que no. Le apuesto a lo que aún está por escribirse, elijo esas páginas en las que todo está todavía por ser. No porque crea en la fortuna sino más bien por evitar a toda costa la perífrasis que deviene en laberinto.

 

Lolbé González Arceo

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Una de treinta y tres velas

Quisiera ser la mujer más pragmática del mundo

que las demás se adornen y yo me rape

almorzar verduras crudas

no haber aceptado nunca

ningún moño en la cabeza

ninguna arandela en el calcetín

nada de sal en los alimentos.

 

Leer manuales de uso

en lugar de poemas o ficciones

trabajar cerca de casa

sellando paquetes postales.

 

Tomar la felicidad que está a la mano

tirar a la basura los frascos vacíos

usar la misma ropa cada día de la semana.

 

Saber con certeza

lo que siento a cada instante

y por cada quien

con límite de tiempo.

No preferir ningún color por encima del otro

abstenerme de la fascinación por el recuerdo.

 

Que los demás se compliquen pensando en posibilidades

yo me concentraré en lo que es

viviré el presente, como sugieren algunas filosofías

contemplaré —atónita— las ajenas fantasías de destrucción.

 

Celebraré mi cumpleaños

con un análisis completo de sangre

aprovechando el descuento del laboratorio

miraré las noticias sin exabruptos emocionales

me mantendré serena ante las mutaciones del paisaje.

 

Alguien dirá:

se está cayendo la casa,

no hay certezas,

te equivocaste en todo.

Y yo, sin variaciones en el pulso,

responderé: está bien.

 

 

Lolbé González Arceo

Posted in Alameda, Estaciones

Cómo se llama*

Si alguien me promete que me va a regalar algo y yo le agradezco como si ya lo hubiera hecho pero el regalo acaba por no llegar nunca, ¿cómo se llama lo que siento? O bien, cuál es el término para designar la precisión siniestra de algunos hechos que atraviesan fechas que bien pudieran haber sido días felices. O la presencia casi tangible de un estado emocional cuando se regresa a los lugares que marcaron la vida.

Si extraño a alguien que ya no existe o que, mejor, no ha existido nunca porque me lo inventé todo, desde las virtudes hasta los gustos musicales, ¿cómo se nombra eso? Cuando mi amor no ha sido rechazado, pero tampoco correspondido o cuando se ha pasado tanto tiempo en la espera de que algo ocurra que es difícil recordar lo que se esperaba, ¿con qué término se designa?

Al llanto contenido durante todo el día que, ante la imposibilidad de explicarse a sí mismo, busca –con su naturaleza de agua– cauces provisionales y muy poco dignos, ¿cómo se le dice?

A la furia fuera de lugar que, impertinente, hace acto de presencia cuando ya ha pasado el tiempo y no es momento para reclamar.

O esa sensación de que la vida transcurre y las canas, la arruga en la frente, el camino que se estrecha, de nuevo a pagar el predial, entonces qué haces aquí y no puede ser siempre lo mismo.

O mirar que los chicos han crecido y que ahora manejan un auto o te dicen adiós y encienden un cigarro después de que tú has encendido el tuyo.

O esa emoción mezclada con desencanto que produce la época de frío, ¿cómo se llama?

*Siguiendo la propuesta de Clarice Lispector en Para no olvidar

 

Lolbé González Arceo

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Ridículo

Soy una mujer a la que se le ha roto un zapato. Una parte de mí se detiene para darle vueltas al asunto y otra se da prisa, porque he llegado tarde al trabajo. En circunstancias así no queda otra opción más que ajustar la perspectiva porque el calzado, ya está visto, no tiene posibilidades de ajuste.

Puedo pensar, por ejemplo, que este zapato roto da cuenta de todos mis defectos vitales, que los desaciertos cometidos durante los últimos años han tenido como resultado, entre otras cosas, el que yo esté llegando hoy al trabajo con retraso y con el zapato roto. Que quizá si en algún momento hubiera tenido la sabiduría suficiente para cambiar el rumbo, hacer otras elecciones, dotarme de los hábitos de las astutas, volverme precoz y precavida… pero no.

Se me ocurre también, si me pongo mística, si interpreto cada suceso como un mensaje del universo, que debo de leer los signos de la circunstancia: el deterioro, la distracción, la prisa.

Podría ser, pero parece otra cosa.

De pronto, reconozco el ridículo. Ese creer en la solidez de un algo que sostiene ‒¿un zapato?‒ y luego persuadirse, en la peor de las circunstancias, de que no se tiene nada ahí. Este es el lugar.

Entre mis posibilidades está la del ejercicio de la ridiculez, tarea en la que no he sido sistemática pero sí he sido constante:

Estudié para un examen que se canceló

choqué de frente contra un cristal que confundí con la nada,

respondí un saludo dirigido a otra persona,

preparé una fiesta a la que no llegó ningún invitado,

me vestí demasiado elegante en una reunión informal,

llegué tarde a la junta del año,

coqueteé sin ser correspondida,

asistí a un concierto en el que faltó la única canción importante,

pasé años atribuyendo el significado erróneo a unas cuantas palabras,

equivoqué la cercanía con intimidad,

confundí a Sartre con Kierkegaard,

desconecté la computadora sin guardar el archivo,

abrí el horno antes de que estuviera listo el pan.

Salí buscando mermelada de fresa y regresé a la casa con mezcla de frutos rojos.

[entre otras cosas]

Es decir, que tengo experiencia y, sin embargo, cada ridículo está envuelto con el velo de una novedad que caduca pronto.

Si puedo elegir, y creo que puedo, elijo ser ridícula. Ufanarme en mi ridiculez y, de ser posible, rodearla de luces navideñas, decorarla. Presiento que esa será la única forma de salvar los días venideros.

 

Lolbé González Arceo